OMISIÓN en el FAE 2025
Es difícil escribir acerca de una obra como Omisión, no solo por la terrible anécdota que aborda, sino por su perfección formal, por su ejecución precisa y eficiente, y por su atmósfera a medio camino entre la atrocidad y la belleza.
Y es que no puede ser de otro modo cuando la obra está basada en un abominable crimen cometido en Bogotá hace unos años. El resumen de los hechos es más o menos éste: un acaudalado arquitecto rapta a una niña indígena de siete años, la lleva a su apartamento; al pasar la garita del edificio, la niña va sobre las piernas de su captor, pero el guardia de turno no la ve, o por lo menos eso afirmará después. En el apartamento, el verdugo de la niña, después de torturarla y violarla, la asesina. (Solo escribirlo me genera una sensación de intenso desasosiego). Luego de consumado el crimen, los hermanos del arquitecto tratan de encubrirlo, por lo cual son acusados de obstrucción de la justicia. Estos contratan a un abogado para que convenza al guardia de testificar a favor de su monstruoso familiar. El jurista debe lograr que el vigilante declaré en su descargo ante la fiscalía que él (el guardia) vio al asesino después de cometido el delito y que este se veía “ansioso” y trastornado. De este modo, se podrá alegar que lo ocurrido fue debido a un trastorno mental. La obra transcurre en el intervalo de ese interrogatorio en el cual el abogado trata, por todos los medios, de sonsacarle dicha afirmación al seguridad.
Dicho lo anterior, creo que uno de los grandes aciertos de la puesta es la construcción de un espacio indeterminado para la indagatoria. Si no se conoce el texto previamente es imposible inferir que lo que veremos a continuación es una situación legal. Esta es la razón, conjeturo, por la cual el escenario se encuentra iluminado y visible en el momento en que el público accede a la sala.
Lo primero que me captura del espacio es la multitud de zapatitos blancos que cuelgan dentro de ese interregno delimitado por unas cortinas blancas y delgadas, como de gasa. En algunos barrios los zapatos colgantes son un signo que indica que se ha cometido un homicidio, en otros, son un indicio de peligro. En el desarrollo de la puesta, ambos significados caben. También hay en ese territorio ambiguo una mesa de metal, como de morgue, dos sillas de oficina; al fondo y en el centro, un pizarrón de tiza, y enfrente, fuera del segmento rodeado por las cortinas, uno a cada lado, en proscenio, dos trípodes con aros de luz.
Visto así, desde la segunda fila, este espacio me recuerda aquella frase de Lautréamont que los surrealista reivindican para transmitir la cualidad de insólito que su movimiento defendía: “...bello como el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas”. La indeterminación que propicia la presencia de estos objetos en un mismo lugar genera una especie de dislocación de los significados. A mí me gusta pensar que se rompe la red de denotaciones y connotaciones de cada elemento para volver a reunirse en una macrored donde todos los puntos están conectados unos con otros sin que no haya ninguno que no esté en esa condición de relación, como una especie de circuito semántico que se autorenueva infinitamente. Esto le permite al director de la obra, Johan Velandia, construir una serie de acciones y dispositivos escénicos que descentran el interrogatorio de su contexto habitual y le confieren intensidad y ritmo, y en algunos momentos, una estatura poética indiscutible.
Mencionaré algunos de estos mecanismos:
El timbre del escritorio en conjunto con los aros de luz son los marcadores de un sistema de acciones que es iniciado al sonar el primero. Los personajes pasan inmediatamente de las sillas de oficina a la zona del proscenio donde colocan sus rostros frente a los aros de luz, como si del hueco de un confesionario se tratara. También mudan del tono coloquial al solemne y afectado de la declaración legal. El cambio de energía es apoyado por la iluminación y la pulsación de la escena está potenciada por la música de fondo cuya presencia es a veces casi imperceptible y contribuye a generar un estado de tensión que dura hasta que el timbre vuelve a sonar y el abogado y el seguridad vuelven al espacio anterior. Unas palabras más con relación al fondo musical. Con mucha frecuencia me encuentro con directores que musicalizan una escena de largo, sin pausas, sin silencios, con la música demasiado alta, lo cual da como resultado que el ritmo se empantane, porque el tempo que la melodía de fondo sigue no es necesariamente el que la escena necesita. Creo que hay pericia en la manera en que se manejó este aspecto. La música se encontraba en el justo límite del silencio, estaba ahí sin duda, pero, por momentos, no. La sensación de que se dejaba de percibir la banda sonora, permitía el protagonismo del ritmo vocal de los actores, y sin embargo, esa casi ausencia le impelía al intercambio una atmósfera de peligro inminente.
Otro dispositivo importante es el del personaje ausente-presente. Por definición, en la literatura, un personaje ausente es aquel del cual se habla, hace parte de la trama, pero nunca toma parte de la acción. “Esperando a Godot” es el ejemplo por antonomasia del uso de este tipo de personaje. En Omisión esta idea se reelabora y el personaje ausente, aunque constantemente mencionado en los parlamentos, también se encuentra presente en el escenario. Me da muchísima curiosidad saber si esta es una decisión de dirección (lo cual me inclino a considerar) o si ya desde la dramaturgia se ha planteado esta ausencia presente. La niña, como es de esperar, es una pieza fundamental de la composición. El uso de la máscara acentúa su fragilidad, ya que le confiere cierta aura de muñeca de cerámica, aunque sus movimientos son ágiles, sigue quedando en el aire esa impresión de estar contemplando algo quebradizo, a un ente que no pertenece al ámbito de la violencia. Las actividades que la niña realiza: cantar, escribir en la pizarra, sacar objetos de su mochila, golpear los zapatitos que cuelgan, jugar con el carrito, acostarse en la mesa, servir café en su juego de té, etc., son los términos que alteran el sentido del diálogo entre los otros dos personajes. No es lo mismo tomar una pausa para el café y que venga un mesero cualquiera a servirlo, a que sea la víctima de tortura, violación y asesinato quien lo sirva, y además en tazas de juguete. No es lo mismo ver a cualquier niño jugando tranquilamente con un carrito, que ver a la niña que fue secuestrada jugar con la réplica en miniatura del mismo modelo de auto en el que fue sustraída, y además en el momento justo en el que se narra ese rapto. Como es evidente, esa presencia pone en crisis la objetividad del relato policial, forense, y también interpela a los espectadores.
La mesa funciona como una especie de superficie dúctil que se recompone para traer a la acción situaciones y lugares evocados en el texto, o para reforzar o contradecir dichas evocaciones. La mesa se transforma en el lugar de enunciación de la tragedia, en la superficie que le presta asidero a los momentos más álgidos del relato, y en ese proceso es volteada, colocada en vertical, girada, etc., su similitud con una mesa de disección nos recuerda que quizás ese lugar de enunciación sea la nada. Uno de las secuencias más impactantes de la mesa es cuando la niña está acostada en ella y la mesa comienza a ser girada alternativamente por el abogado y el seguridad, como una especie de reloj que va en contra o a favor de las manecillas de las muerte.
En la fase final de la puesta en escena, parte de la historia es contada a través de objetos con los cuales se personifica al fiscal general, al abogado, al guarda, entre otros. Me resulta interesante, porque desde el punto de vista de la escala de Kirby (On Acting and Non acting), las actuaciones de Velandia y Ruíz podrían ubicarse más allá del centro, del lado del polo del acting, ya que son naturales, verosímiles y precisas. Luego tenemos a la niña (Natalia Coca), la máscara y su corporalidad casi acrobática le impelen un mayor grado de artificiosidad a su actuación, es decir, su teatralidad es mucho mayor, podríamos ubicarla más cerca del extremo del polo. Ahora bien, estas dos tipologías actorales se encuentran cuando hay bruscos cambios de ritmo y se rompe con la gestualidad de los primeros para concretar secuencias físicas casi danzadas que se incrustan en medio del relato. Este mismo procedimiento es llevado un poco más allá, cuando el abogado, en el clímax de la acción, echa mano de los objetos, no solo para ficcionar para el público, sino también para el sereno y para la niña que en ese instante parece haber recobrado su materialidad y se muestra entusiasmada frente al teatro de objetos que se despliega ante sus ojos. En otras palabras, todos los niveles de teatralidad sobre los cuales reposa la puesta se incardinan unos en otros para generar una catarsis tan potente que luego resulta natural que el disparo final sea representado con una zapatilla.
Otras consideraciones: Gramsci planteaba que la clase dominante impone su visión de mundo (En nuestro contexto esa visión sería: la mina de cobre es necesaria, la ley 462 es buena.) a través de ciertos aparatos de control que se ejecutan en medio de la cotidianidad, tales como: la escuela, los medios de comunicación, el entretenimiento, entre otros. Aunque esta clase concibe el estado como un organismo destinado a propiciar el bienestar y desarrollo de sí misma, necesita convencer a las demás de que ese desarrollo también las abarca, aunque en la práctica no sea así. Pero ¿qué sucede cuando un hecho atroz derriba repentinamente ese simulacro de paridad? Omisión deja al descubierto la profunda desigualdad social que vive nuestro continente, la aporofobia, la gentrificación, el racismo estructural y la violencia que se desprende de este aciago panorama. ¿Las autoridades hubiesen actuado más rápido y contundentemente si la víctima no hubiese sido una niña indígena de un barrio periférico de la ciudad sino alguien de la clase media o alta? ¿Un monstruo es menos monstruo si procede de una familia acomodada? Y la pregunta obvia con respuesta más obvia: ¿Es igual la justicia para todos? Ni siquiera trataré de contestarla. La respuesta la tiene la niña cuyo patio de juego pasó a ser una mesa para autopsias, la respuesta también la tiene el vigilante que prefiere renunciar a su propia vida antes que colaborar, no solo con el asesino y sus familiares, sino también con aquel sistema que ampara a pérfidos como ellos, que permite y facilita que unos pocos compren, vendan y manipulen la justicia y, por consiguiente, le falten el respeto a la vida.
Jhavier Romero
Panamá, 14 de abril de 2025
Ficha técnica
Elenco: Natalia Coca, Cristian Ruiz, Johan Velandia
Escrito por: Marlon Bisbicuth
Dirección: Johan Velandia
Dirección de actores: Ana María Sánchez
Asistencia de dirección y coreografía: Anibal Quiceno
Dirección de arte: Johan Velandia
Escenografía y utilería: Sebastián Jiménez
Vestuario: Ana Velandia
Asesoría de imagen: Bondisalandostilo, Taller Hermanos Castro
Iluminación: Maicol Medina
Fotografía: Camilo Montiel Mendoza
Diseño gráfico: Don Santa
Producción: Sergio Castillo
Duración: 75 minutos